La primera grave crisis llegó hacia la una de la madrugada del jueves 25 de noviembre. En cierto momento pareció cercano el fin, tanto que por primera vez el Hno. Silvano de Blasio y la Hna. Judith creyeron deber avisar a su cabecera, primero al médico el Dr. Pier Francesco Bussetti, y en seguida después al padre Luigi Zanoni y sus directos colaboradores y los Superiores residentes en la casa de Roma (…). Hacia las 6,00 de la mañana el Primer Maestro susurró, en un lenguaje que ya era inteligible solamente al Hno., De Blasio y a la Hna. Judith: “¡Muero! ¡Paraíso!” y luego de una hora dijo: “Rezo por todos”.
En efecto rezaba y se notaba claramente por el movimiento de los labios y por su respuesta inmediata, cuando la Hna. Judith lo invitaba a recitar el “Ave María” y a besar el Crucifijo, el rosario y la estatuita de san José. Por su cuenta repetía débilmente: “¡Ave, María… Ave, María!” Fue durante uno de esos momentos de lucidez que el Primer Maestro dio su último adiós y la bendición a sus Hijos. Luego del “Ave, María” los que lo asistían le pidieron la bendición. Ayudado por el Hno. De Blasio levantó la mano y bendijo. Pero poco después, solo, espontáneamente, y con mucho esfuerzo alzó levemente el brazo y trazó una señal de la Cruz, buscando afanosamente decir algo que nadie ha podido comprender (…).
Una segunda crisis, que pareció cortar la increíble fuerza de un corazón, sobrevino en las primeras horas de la mañana del viernes 26. Se permaneció en oración por un par de horas en torno a él ya en coma, con la respiración siempre más débil y la caída de la presión hasta límites peligrosos (…).
Mientras tanto, del Vaticano se anunció la visita del Santo Padre Pablo VI, que llegó cerca de las 17,00 horas, media hora antes que el padre Alberione dejase este mundo.
La agonía del Primer Maestro estaba por llegar a su fin. Aun no pudiendo manifestarse con claridad, durante los últimos minutos pareció participar intensamente en la invocación por él muy querida: “¡Jesús, José, María expire en paz con vos el alma mía!
Y a las 18,26 entró al Paraíso, ciertamente recibido por María que él tanto amó hasta la última invocación y el último respiro.
(Cfr. Don Renato Perino, Gli ultimi giorni, in Don Giacomo Alberione apostolo del nostro tempo. Suplemento a Il Cooperatore Paolino, dicembre 1971, pp., 4-7).
“¡Muero! ¡Paraíso! y luego de una hora dijo: ‘Rezo por todos"'.
Este 26 de noviembre vamos a conmemorar un aniversario más del deceso de nuestro fundador (40 años) y quisiéramos recordarlo con alegría y optimismo, pero también con un mensaje especial. Por un lado, presentándoles un pequeño pasaje de los últimos días de su vida y también abriendo nuestro pensamiento cristiano sobre lo que significa la muerte, entendiéndola como el fin de una etapa, pero también como el inicio de una existencia nueva que aún no conocemos…
Sin lugar a dudas, la muerte viene a marcar en el hombre su término definitivo en esta vida terrena y su paso por la historia. Es imposible escapar a esa instancia y los más tozudos quisieran alargar el tiempo de manera que este no les llegue. Pero, tarde o temprano, a todos nos toca la hora de dejar este mundo para ir a otro que no hemos visto ni tampoco logramos imaginar cómo es.
Desde el punto de vista antropológico, vemos a la muerte como aquel evento, en el cual se produce como una separación entre el cuerpo y el alma. Con la muerte el principio espiritual del hombre asume una condición de existencia independiente de la corporeidad. Esto implica, sin embargo, vislumbrar una mirada más esperanzadora: con la muerte, el alma del hombre alcanza su estado definitivo, comenzando una supervivencia sin relación directa con el propio cuerpo histórico, pero orientada a su reunión con él. La muerte entendida en este sentido no es, por consiguiente, el fin del hombre entero, sino el comienzo de una condición nueva de existencia.
Nuestra cultura tiende a polarizar dos actitudes antagónicas de momento la primera que intenta negar ese instante y evade toda posibilidad de finitud. La otra, más racional, que busca reflexionar sobre ella esforzándose en descubrir “por qué” morimos y cómo pensar la vida después de la muerte.
Desde el ámbito creyente, la muerte nos lleva necesariamente a cavilar en Dios. La doctrina de la Iglesia nos enseña que la muerte es como el gran enigma del hombre, pero que a la luz de Cristo se pueden encontrar respuestas a tamaño misterio (GS-18). En la persona del Hijo −Cristo−, ha experimentado la muerte para luego resucitar y abrirnos el acceso a una vida nueva. Creemos en un Dios que ha resucitado, que vive y no está muerto (1 Cor 15, 14). Por lo tanto, nuestra opción es darnos la posibilidad de decir como nuestro Beato: “Muero” “Paraíso”; no para desesperar y creer que todo termina con la muerte, sino para alegrarnos que después de esta vida es posible seguir apostando por la “otra vida” al modo que Dios nos ha preparado: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo…” (Mt 25, 34).
Fredy Peña T., s.s.p.
Fredy, ni que esto lo hubieras escrito para mi, o
ResponderEliminarpor lo menos me toco muy hondo, ya que quien mas quien menos, siempre se tiene algun temor a lo desconocido. Pero este relato de la muerte del
Beato es tan sublime que ojala el Senior nos permita llegar a sus brazos con tanta seguridad y
tanta Paz...!
ETELVINA