Escribe el beato Alberione: “La santa Misa es la oración de la universalidad y, a la vez, de la unidad; es la oración colectiva y social.
La unidad se forma en Cristo
eucaristía: una fe, una vida, una gracia, un rebaño, un Pastor, un paraíso.
La universalidad: antes de
iniciar el sacrificio eucarístico, se acoge espiritualmente alrededor del altar
a la multitud de hombres y mujeres: “todos los presentes”, y se llama a todo el paraíso: “en comunión
con la Virgen María, san José, todos los santos, apóstoles y mártires…”
La Misa es la inmolación de
Cristo mediador, en quien se unen el cielo y la tierra, y en quien viven todos
los miembros del Cuerpo místico.
Celebrar la Misa con conciencia
social, es transformarla en el más vivo apostolado”. (Beato Santiago Alberione,
Para una conciencia social).
Universalizar la Eucaristía
Esos textos del beato Alberione,
escritos en 1953, y que son de una actualidad perenne, bien merecen una
reflexión que nos ayude a “socializar” la Eucaristía y “hacerla universal” con
las dimensiones universales de tiempo, lugar y con proyección eterna, para
celebrarla y vivirla en unión con el Redentor.
Recuerdo al beato Alberione
celebrando la Misa: impresionaba su actitud de fe, recogimiento y contemplación
con que la celebraba. Para él la Eucaristía sí es un acontecimiento de
salvación universal celebrado en la gran parroquia del mundo. Su corazón y su
mente abarcaban a todos los pueblos en cada Eucaristía, y esa misma amplitud
quería para su apostolado de la comunicación social: llegar a todos los
hombres. Los cristianos que participamos en la Eucaristía, necesitamos vivirla
como un acontecimiento de salvación universal, que Cristo resucitado nos invita
a compartir con él para gloria del Padre.
El Vaticano II afirma: «La
Eucaristía aparece como la fuente y la cumbre de toda evangelización, pues su
fin es la inserción plena en el Cuerpo de Cristo, y en Él con el Padre y con el
Espíritu Santo».
Esta afirmación del Vaticano II
sugiere que la Eucaristía es la obra máxima de evangelización y de apostolado
para la salvación de los hombres y gloria de Dios.
Por lo general las intenciones
que se expresan se refieren a necesidades personales, de los presentes, y a
necesidades más bien de orden material o temporal. Parecería que la catequesis
eucarística está marginada, y por eso el pueblo y muchos sacerdotes no suelen
vibrar al celebrarla, y los niños y jóvenes la abandonan después de la primera
comunión y de la confirmación. Han llegado sólo a percibir el rito, sin haber
experimentado lo que el rito expresa y celebra: Jesús Resucitado, más presente
que nosotros mismos.
El alcance universal y celestial
de la Eucaristía
Las primeras y máximas
intenciones explícitas o implícitas de cada Eucaristía tienen que ser las
mismas de Cristo presente, quien la preside como Celebrante principal: La
gloria del padre y la salvación de los hombres. A esas intenciones del Salvador
se han de sumar todas las demás.
Dice el Vaticano II, en la
Constitución Sacrosanto Concilio, “En la Eucaristía se hacen de nuevo presentes
la victoria y el triunfo de Cristo… Para
realizar una obra tan grande, Cristo está presente en el sacrificio de la Misa…
Toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo,
que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no la iguala
ninguna otra acción de la Iglesia”. (ns. 6 y 7).
Y refiriéndose a la dimensión
celestial de la Eucaristía, dice: “Mediante la liturgia terrena pregustamos y
tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad
eterna de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde
Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre, como ministro del santuario y
del tabernáculo verdadero; cantamos al Señor un himno de gloria con todo el
ejército celestial” (n. 8).
La Eucaristía, ejercicio del
Sacerdocio de Cristo
Utilizando conceptos de la
Sacrosanto Concilio, se puede formular esta definición: “La liturgia es una
acción sagrada a través de la cual, con un rito, en la Iglesia y mediante la
Iglesia, se ejerce y continúa la obra sacerdotal de Cristo; es decir: la
santificación-salvación de los hombres y la glorificación de Dios”. (Diccionario
de Liturgia, San Pablo. Madrid, 1987).
La Eucaristía no es sacrificio en
el sentido literal de sufrimiento – pues Cristo ya no puede sufrir-, sino en el
sentido de hacer sagrada una acción por la presencia y actuación directa de
Cristo en persona, como sucede en el misterio eucarístico.
Cristo Jesús, mediante la
Eucaristía, comparte y hace actual con la Iglesia, Cuerpo vivo y real de Cristo
y pueblo sacerdotal -del que formamos parte- la obra total de la Redención que
él realizó de modo sacerdotal durante toda su vida.
En la Eucaristía se hace actual y
se perpetúa la obra sacerdotal de Cristo para la liberación y salvación del
mundo; y no sólo constituye un gran mérito para quienes son santificados por
Cristo mediante la celebración eucarística, sino que todo lo que él hizo y hace
se atribuye también a nosotros como realizado por nosotros en unión con él. En
la celebración eucarística, Jesús resucitado comparte con nosotros las promesas
del Padre –la resurrección y la gloria-, y nos constituye en “nación santa,
pueblo elegido, linaje escogido, sacerdocio real”. ¡Admirable misterio para
vivir y agradecer sin fin!
Este portentoso misterio de
salvación a nuestro alcance, dista mucho de las eucaristías reducidas a un
simple rito externo para “cumplir”. ¡Tremenda deformación y responsabilidad!
Compartiendo la obra de la
redención
Ante todo, es necesario estar
convencidos de que la Eucaristía es obra máxima de la Iglesia universal. Por
tanto, no se trata de una acción privada, sino que compartimos la obra
redentora de Cristo y su sacerdocio en fuerza del sacerdocio bautismal y
ministerial, como pueblo sacerdotal y miembros de su Cuerpo místico. No es obra
privada de un grupo o de un pueblo, sino de un acontecimiento eclesial de
salvación universal y cósmica.
La encíclica Sacrosanto Concilio
inculca que “los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y
mudos espectadores, sino que, a través de los ritos y oraciones, participen
consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada… Aprendan a ofrecerse a
sí mismos al ofrecer la hostia inmaculada, no sólo por las manos del sacerdote,
sino en unión con él”. (SC n. 489).
“Al participar del sacrificio
eucarís-tico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, los fieles ofrecen a
Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella” (LG n.11).
Sólo así se alcanza la eficacia salvadora de la Eucaristía.
Ofrecerse en la Misa en unión con
Cristo es la forma más excelsa de compartir eficazmente su misión redentora a
favor de uno mismo, de quienes Dios nos ha encomendado como parcela de
salvación, y del mundo entero. Y es a la vez la forma necesaria para superar el
ritualismo vacío y el cumplimiento engañoso.
La Eucaristía, la obra máxima de
evangelización
Juan Pablo II, en la Encíclica
Ecclesia de Eucaristía, parafraseando la cita de la Lumen Gentium, escribe: “La
Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la
evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo
y, en él, con el Padre y con el Espíritu Santo”.
La unión máxima con Cristo se
realiza en la Eucaristía, empezando con la ofrenda de sí mismo en unión con él,
y terminando por la comunión eucarística, acerca de la cual el mismo Jesús
afirma: “Quien me come vivirá por mí”; “Quien come mi carne y bebe mi sangre, vive
en mí y yo en el”.
La esencia del apostolado (la
misión, la evangelización) no es lo que el hombre hace, sino lo que hacen
Cristo y su Espíritu a través de lo que vive y hace el hombre, como Jesús mismo
asegura: “Quien está unido a mí, produce mucho fruto; pero sin mí, no pueden
hacer nada”. El fundamento y desarrollo de toda misión es la unión con Cristo,
y el objetivo es unir a los hombres con Dios en Cristo, para que alcancen la
salvación eterna…
El cristiano que comparte y vive
la Eucaristía ofreciéndose a sí mismo en unión vital con Cristo, es un
auténtico misionero, pues con Él y en Él alcanza a toda la humanidad, al
ofrecer Jesús su “cuerpo y su sangre por los presentes y por todos los
hombres”.
El Vaticano II ha cambiado el eje
de referencia del hacer al ser, de las obras a las personas, lo cual no va en
perjuicio del hacer, de la misión, sino que le da mayor impulso, profundidad,
amplitud y eficacia salvífica. Se parte del “ser en Cristo” para “producir
fruto abundante” en unión con Cristo, mediante las obras de apostolado o
evangelización. “Es necesario partir siempre de Cristo” (Aparecida).
El apóstol, misionero o
evangelizador (y lo es todo cristiano auténtico), sólo de Cristo Eucaristía
recibe la fuerza salvífica para su vida y sus obras, para sus cruces y
alegrías.
Sacrificio eucarístico y
holocausto humano
Si bien es cierto que en la
Eucaristía Cristo no sufre de nuevo la pasión cruenta, sí podemos y debemos
ofrecer al Padre en cada Misa, junto con Cristo, el inmenso y perenne
holocausto de una gran mayoría de la humanidad, de los hijos de Dios y hermanos
nuestros en todo el orbe.
Ante las grandes calamidades que
sufren nuestros hermanos en todo el mundo, nos sentimos humanamente impotentes
o simplemente miramos a otra parte. Pero con la Eucaristía podemos lograr cada
día que Dios haga lo que nadie más puede hacer: convertir ese holocausto en
causa de salvación para la humanidad, asociado a la Cruz de Cristo.
A la Eucaristía tenemos que
llevar y ofrecer al Padre, junto con Víctima divina, a los millones de víctimas
inocentes que son sacrificadas injustamente cada día en el vientre de sus
madres; a los millones de inocentes inmolados por el hambre, la enfermedad, el
abandono, las guerras, la violencia, la violación, la explotación. Ofrecemos sus
tiernos cuerpecitos con el Cuerpo de Cristo, y mezclamos su sangre inocente con
la de Cristo Inocente, “administrándoles” así el bautismo de sangre, pues en
ellos ser repite la masacre de los Santos Inocentes, martirizados por Cristo
sin ser conscientes de ello, pero realmente bautizados en su sangre. Así el
Padre acogerá en su casa eterna también a los nuevos santos mártires inocentes.
Pero sigue otra letanía
interminable de hermanos nuestros de todas clases, condiciones, religiones,
naciones, edades…, que sufren martirios indecibles, muchas veces sin que nadie
se entere. En ellos se cumple la palabra de Jesús a las mujeres que lloraban
por él: “Lloren más bien por ustedes y por sus hijos, pues si con el leño verde
hacen esto, ¿qué no harán con el seco?” A todos ellos también los tenemos que
llevar a la Eucaristía, para que el Señor transforme sus cruces, asociadas a la
de Cristo, en fuentes de salvación.
Todos esos hijos de Dios y
hermanos nuestros constituyen nuestra parcela de salvación que Dios nos asigna
en la Iglesia. Así es como nos hacemos padres y madres de multitudes
regeneradas por Cristo, mediante nosotros, para la vida de la gracia y la vida
eterna.
La Misa-misión empieza por casa
Pero la Eucaristía – la máxima
obra de apostolado- que se empieza y se realiza en el tempo, tiene que
continuarse como misión ante todo en la familia, en el trabajo, entre las
amistades, conocidos, en el vecindario, en la parroquia… Pretender realizar la
misión hacia fuera, sin empezar por casa, por el prójimo cercano, es una
ilusión fatal.
En los ambientes en que nos
movemos hay sin duda cristianos de solo nombre, cuya vida es un escándalo; hay
ateos, hay prepotentes, explotadores, escandalosos, corruptos…; hay enfermos y
familias destrozadas, en especial niños que sufren sin culpa… A todos ellos
hemos de llevarlos a la Eucaristía, para que la misericordia omnipotente de
Dios les conceda la salvación. Todos ellos pertenecen también a nuestra parcela
de salvación. No sólo tenemos que orar por los difuntos, sino también por los
vivos.
Eucaristía significa “acción de
gracias”
No nos basta toda la vida ni toda
la eternidad para agradecer a Dios, como conviene, todos sus inmensos
beneficios, evidencias de su amor infinito: la vida y todo lo que constituye
nuestra persona; la salud, la gracia, la Eucaristía, la Biblia, la Iglesia, los
sacramentos, la fe, la redención, la naturaleza, la técnica, la familia, el
universo…, todo lo que somos, tenemos, gozamos y amamos, y el paraíso eterno
que esperamos.
Pero Cristo Eucaristía sí se hace
nuestra plena “acción de gracias” al Padre por todo lo que somos, amamos,
tenemos, gozamos, esperamos, y por el sufrimiento convertido en felicidad y
gloria eterna. Pero la máxima gracia que el Padre nos dio es su propio Hijo,
nuestro Maestro, Pastor, Camino, Verdad y Vida, nuestro Salvador y nuestra
felicísima herencia eterna.
María y la Eucaristía
María, con su “sí”, acogió al
Salvador en su seno y en toda su persona, pero no para quedarse con él, sino
para entregarlo al Padre por la redención de la humanidad. María acogió a Jesús
en el establo de Belén y lo presentó a los pastores, a los reyes magos, a los
ángeles, y a la humanidad. María ofreció a su Hijo en el Calvario por nuestra
salvación, y allí nos recibió a cada uno de nosotros como hijos suyos por
indicación de Jesús: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Y en cada Eucaristía ella
vuelve a ofrecer a Jesús por la salvación de la humanidad, de cada uno de
nosotros, con amor infinito.
María es el modelo supremo de
vida cristiana, vida de unión con Cristo y de amor salvífico hacia el prójimo:
acoger a Cristo para darlo a los otros. Si de verdad acogemos a Jesús en la
Eucaristía y en la comunión, si se realiza en nosotros su palabra: “Quien me
come, vivirá por mí”, lo daremos a los demás, aunque no nos demos cuenta, pues
“quien está unido a mí, produce mucho fruto”.
P. Jesús Álvarez, ssp
Despues de leer este Art.,entiendo la razon por
ResponderEliminarla que hoy, le doy tanto valor a la Eucaristia.
Cuando podia asistir a Misa y comulgar casi a dia
rio me parecia lo mas natural. En la actualidad
ya no puedo hacer lo mismo, de ahi que las veces
que he parado en San Pablo, asistia a la Eucaris-
tia todas las manianas, por lo que doy las gra-
cias al Senior...!!!
ETEL